viernes, agosto 24, 2007

A veces sobra

Desaparecida por un tiempo. Puesto en pausa mi cronómetro. Vuelvo, de a poco pero vuelvo. Con más, o menos, pero vuelvo. Con paciencia y sin apuros. A mi blog y a mí. Y acá otra vez.
Una almohada de por medio y una semi-araña iluminando a poca distancia de sus cuerpos instalados en la colcha. Tenían mucho que decirse y Drexler no quería dejar de afinar su guitarra ese domingo. La ventana empañada evidenciaba el desafío entre el frío y el calor, el desafío entre ellos dos.
Sus labios tenían miedo de ser culpables del después. Sus ojos suspiraban hacia abajo: los de él buscaban valor para mirarla y los de ella, un secador que contuviera sus evidentes lágrimas.
Su voz escupió un intento de palabra, pero luego se detuvo ante la indecisión. La miró atemorizado intentando no pensar en su error. Lo reparó continuando con su, hasta ese momento, monólogo.
Ella se sintió inspirada y también comenzó a vomitar explicaciones y lamentos.
Eran de esas conversaciones que a pesar de tener palabras, son más vacías que aquellas que se dialogan con miradas. Era una charla más, que ni siquiera llegaba a ser charla. Más de esos vocablos insulsos.
Volvió, de su franco, el silencio y se dilató por toda la habitación. Apagó sus sonidos y los de Drexler.
Esa segunda charla de mensajes afónicos que, ahora, usurpaba el ambiente transmitía más, hablaba más claro. Los cuatro ojos enviaban ondas que se entrecruzaban en el camino y volvían mutadas en respuesta.
Los vidrios estaban más empañados que nunca; sus pestañas, más empapadas que nunca.
El abrazo espontáneo no los dejó ni pensar: pensó por si solo, actuó por si solo y se apoderó de ellos… y de la obra.
No necesitaron más diálogos. El piso se convirtió en un río dulce. La cama fue su balsa. Su abrazo, el remo. Y ellos, tierra firme.