miércoles, octubre 24, 2007

Así de fácil

No es mi intención actualizar tan poco seguido, pero ultimamente mi vida está dada vuelta [para bien, ojo]. En cuanto pueda, prometo visitar sus páginas nuevamente.
Gracias por la paciencia.
Pablito era chiquito, por algo ese agregado final. Pablito tenía rulos como esos de los que se fabrican con ruleros. Pablito tenía 634 pecas en la cara, según su hermanita, quien, en un día cubierto de nubes y de quedarse en casa, se las había contado cautelosamente. Pablito estaba todo hecho de papel barrilete: colorido, frágil y con espíritu volador.
Su precoz vida no tenía relojes, ni horarios, ni compromisos. Su precoz vida no conocía el conflicto ni la desilusión. Su potente y eterna vida vagaba despreocupada por las calles riéndose satisfecha de sus circunstancias.
Los pasos de su vidita eran torpes aún, tan poco espaciados que parecía que los cordones de sus zapatillas estuvieran atados entre sí. Por cada baldosa entraban cuatro pies y medio de Pablito. Su mamá, toda hecha de paciencia, sujetaba su mano haciendo de guía. Él, con la que le quedaba suelta, había sacado a pasear a su muñeco plástico.
La cuadra se sentía eterna, pero eso no le presentaba inconvenientes. La recorría fugazmente mientras miraba a los cables fabricados de palomas.
Una ráfaga azul dobló desde la esquina y bamboleó a los pájaros que huyeron congelados hacia un eucalipto cercano. El niño contempló toda la secuencia y hasta fue parte de ella cuando un ala que pasó cerca le acarició un bucle de sol. Su cabeza giro en dirección al camino elegido por la paloma, olvidando que sus pies seguían andando.
Se ve que algunas calles se habían salvado de la “bondad” de las campañas electorales, manteniendo aún, su figura antigua, denotando el paso del tiempo. Esa vereda, más que otras, parecía una dentadura previa al proceso de ortodoncia y, si bien la vejez le sentaba bonito, su anatomía no favorecía mucho a los ambulantes. Los pies marchantes de Pablito estaban por perder al pan y queso sin que él lo supiera; seguía con la cabeza en otro mundo.
La punta de su zapatilla derecha chocó contra una protuberante placa tectónica callejera y frenó su andar, creando una caída voladora que tuvo final cuando todo su cuerpo se vio abrazado al piso. Un tsunami brotó de su cara fruncida, ahora fabricada de papel crepé. Dos manos delicadas lo condujeron hacia el pecho de su mamá y una voz impecable empezó a jugar de apaciguadora junto a una silla mecedora.
Todo se fue esfumando, todo se fue olvidando y el niño fue nuevamente acomodado en el suelo.
Fin de la lágrima, fin del problema. Pablito había encontrado la solución durante ese lapso de gemidos, mocos chupados e hipos de llanto. Levantó a su Power Ranger, que había sido arrojado al piso en el momento del suceso, y con una sonrisa inaugural, se fue caminando por la vereda del otoño, disfrutando de cada crunch en que se partían las hojas vencidas.