lunes, agosto 07, 2006

Crónica nocturna

Me comí una noche.
Hacía una luna llena, redonda y brillante como las perlas del collar de mi abuela. (Es increíble como se mantienen intactas a pesar de los años). El cielo fumaba un cigarro y expelía un viento tan tropical que daban ganas de bañarse en ese soplo. Yo deambulaba paciente por Parque Chas. Iba sin rumbo, allí el sin rumbo es popular, es corriente. Uno pierde su meta apenas se sumerge en ese laberinto de adoquines.
Divagaba; era mi pasatiempo.
Comencé contando estrellas, pero perdí la cuenta rápidamente y al cuarto intento de iniciación abandoné el juego. Cambié de entretenimiento.
Decidí mirar fijo a mis cordones y hablándoles telepáticamente les ordené desatarse para ratificar mi innato don (oculto aún). Nada. Se resistieron como de costumbre.
Reté a mi sombra a jugar a las estatuas. Ambos aguantamos dos minutos y treinta y cuatro segundos. Un estornudo nos obligó a desistir.
Me entretuve analizando grafittis. Los había de varios colores, forma y tamaño. Nadie podía negar la variedad de oferta. Todavía sigo descifrando si en la pared ladrillada dormía un “No más extraños” o un “Norma te extraño”. Cualquiera tenía chances, las letras eran enroscadas como bicho bolita en estado de pánico.
Me cansé de jugar. No fue cansancio en realidad sino más bien fueron ganas de cambiar de rutina. Ganas de pensar, de rememorar a Julia.
Qué marchito se encontraba nuestro pasado. Cuán perceptibles se incrustaban sus letras en mi pensar. Cuánto me costaba dejar de soñarla, forzarme a oxidarla. Ella había sido mis piernas, mis brazos, mis ojos por tanto tiempo que a veces ellos ya no reaccionaban a mis decretos. No solo para mí era imposible no vivirla, se había hecho imprescindible para todo mi cuerpo también. (Sospecho que él la prefería a ella).
Una lágrima se encontraba al borde del trampolín pero se retrajo a tiempo en su propia vergüenza. Regresó a su hábitat sintiéndose reconfortada y mantuvo al resto de sus compañeras dentro de esa laguna salada. Calmaron las ansias de escapar.
De regreso a mi mente noté cansancio. Esta vez era verdadero agotamiento, así que tomé la decisión de regresar a casa (iba a hacer el intento, pero sabía que me tomaría al menos una hora encontrar el fin de ese gran barrio-nudo).
De pronto la fiel señal de mi extenuación se mostró ante el paisaje. Un gran bostezo emanó de mí. Fue un bostezo infinitamente potente, capaz de tragarse a una noche entera. Y así fue. Todo el cielo vino a mi boca.
La luna fue la primera: como una bola de caramelo ingresó (no fue tan complicado; mas difícil es tragar una pastilla). Luego las estrellas empezaron a cosquillear en mi garganta; algún que otro brazo se me clavó recorriendo la faringe, pero no fue grave. Y por último, para suavizar el efecto, las mansas nubes, como copos de nieve, descendieron hacia mi estomago. Fue un proceso bastante rápido.
Miré mi arriba. Había negro. Toda una oscuridad.
Mi calle seguía iluminada por los postes de luz así que continué despreocupado mi viaje. Mañana seria otro día. Sería de día. Sin lunas ni estrellas. Yo no tendría la culpa de que, de manera muy extraña, el Señor Sol no se presentara a trabajar. Yo solo había cenado nocturnidades.