lunes, septiembre 18, 2006

Prestame un color


Una primavera que se come al invierno, mientras él devora letargos incandescentes en este imperio congelado de personitas, se presenta ante la tranquera de mi ser, solicitando hospedaje. Pienso que mil capullos de bienaventuradas sonrisas (que siempre trae consigo la magia primaveral) pueden soliviantar a mi satisfacción y con un deleite de porvenir le abro paso a mi refugio.
Ahora la hipnosis de su majestuosidad me tiene empapada de un dulce aceite que no se quita tan solo fregando, él está decidido a perpetuar su instalación contagiando paisajes ruborizados de soles que loan a gritos por la continuidad de este estado.
Es tan mística la empeñada calma que transmite, son tan sinceras las sinfonías que sobrevuelan su aura, es tan incomparable el estoicismo de sus nubarrones que ningún mamarracho con espada puede competir contra su brillo.
Hay rosa, hay violeta, se cuela también un amarillo. Todo es arco iris de temporada, todo se contagia de color y sonidos sordos de gemidos. La brisa de media tarde quiere escuchar un cuento y se posa en mi regazo para ser convertida en canción.
Fito me custodia los oídos proliferando placer en mi interior. Su voz de pasto fresco me rocía suaves pensamientos que patinan sobre las orquídeas trenzando baja probabilidad de melancolía. Hechicería debe practicar este señor para lograr que una simple eufonía se enamore de una bandada de letras y, combinadas, constituyan la más formidable pareja jamás antes vista.
Trovadores emplumados ensanchan caminos abriendo paso a gastadas alpargatas que, chapoteando matices, rebuscan tules de placidez.
Una cápsula de amparo bordea la órbita del verdugo de la apatía y repentinamente todo se tiñe de technicolor junto al terciopelo de tus ojos. Se ilumina íntegro el universo y ya el sueño de mi descabellada imaginación le pisa los talones a la superficie de la realidad consiguiendo al fin el triunfo de mi alma emancipada.

lunes, septiembre 04, 2006

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Florencio Cortazar